Desde el momento en el que llegué a lo que sería mi nueva casa durante los siguientes tres meses sentí un terror absoluto, el temor a lo desconocido. Afortunadamente, la mitad de la gente con la que iba a trabajar eran también extranjeros. Así que, entre el frío, el polvo y el olor a pinos una muchedumbre variopinta y habladora, unida por la emoción y los nervios, se acercó al comedor donde nos esperaban los que iban a ser nuestros “mentores” durante la siguiente semana de preparación para darnos la bienvenida gritando y saltando de una forma que solo te da la gente que se ha convertido en tu nueva familia.
En un principio, los días en el campamento se hacían eternos y llenos de actividades distintas donde conocías a todo tipo de gente con la que no tenías nada que esconder ni de tu personalidad ni de tu estilo, que solía ser ropa de segunda mano que todos llevábamos y que al final de verano iba a estar agujereada o raída de todo el uso que le dábamos. Se creaba un ambiente de hermandad y libertad que se consigue en raras ocasiones, conocías a la gente sin accesorios ni redes, eran personas en estado puro.
El día que llegaban los niños siempre había miedo a no estar a la altura, sin embargo, tras el primer contacto, cuanto más te dejabas llevar e intentabas conocerlos y disfrutar con ellos de las actividades, mejor impacto hacías en ellos.
Como fotógrafa en el campamento, he visto madurar a niños de ocho años en dos semanas, que llegaban el primer día llorando y rogando para volver a casa y en el fuego de campamento final organizar bailes y canciones agradeciendo a los monitores y al campamento por haberles permitido conocer allí a sus mejores amigos. He visto a niñas, que en un principio odiaban el campamento por el simple hecho de no poder mirar el móvil cada cinco minutos, hacer giros de 360 grados en una tabla de surf y disfrutar de la naturaleza sin pensar ni por un segundo en sus redes sociales.
Durante todo el verano he cosechado recuerdos increíbles, he encontrado la nueva constelación de Peppa Pig con los niños en un cielo infinito, he visto lluvias de estrellas fugaces y he bailado y cantado con todo el mundo bajo verdaderas lluvias torrenciales, he hecho olimpiadas de tiro con arco y vela y he escuchado las mejores historias al fuego comiendo nubes con chocolate hasta reventar.
Las semanas pasaban en lo que parecían segundos y antes de que me diese cuenta estaba escribiendo cartas de despedida a las tres de la mañana para dos horas después despertarme y estar lista para volver a mi país.
Se me hace muy difícil resumir esta aventura en pocas palabras y se me hace aún más imposible poder ponerle nombre a todos los sentimientos y momentos maravillosos que he tenido con algunas de las mejores personas que he conocido jamás y a las que nunca podré agradecer suficiente todo lo me han enseñado.
Jimena Chamizo
Monitora de Campamento en Gold Arrow Camp con el programa de Travelingua CAMP USA